25/9/16

Control, poder, dominación.

Sangre color granate empezó a brotar descontrolada por un costado de la cabeza. Lentamente, como una cascada, se precipitaba salvaje llegando a caer pausada pero constante sobre un frío suelo; cuyo color azabache, recordaba al fondo de un pozo. Recién le habían cortado la oreja izquierda con un cuchillo a un sujeto de estatura media. Más bien un gran cuchillo con hoja de sierra la que, indudablemente, hacía cortes abruptos y torpes. Además de mostrar (esto lo aclaro por si es relevante para la investigación) una clara oxidación debido al tiempo y al uso.

Dicho personaje (encadenado de pie) tenía el cuello, las muñecas, las rodillas y los talones sujetos con una especie de férreos cierres de hierro. Sus ojos, aunque vidriosos, habían dejado de llorar hacía un par de horas. Ya no tenía más por lo que lamentar o, mejor dicho, no disponía de nada con lo que mostrar su lamento. También trataba en vano de liberarse (curioso, ¿eh?) con movimientos torpes que le dejaban exhausto y solamente conseguían darle una imagen de desgraciado luchando contra una fuerza superior a él.

–Por favor, no me mires con esos ojos de cordero –le avisé, pasándole el dedo índice por su mejilla hasta la cinta adhesiva que tenía pegada sobre los labios.

Saqué una navaja española de un carro metálico sobre el cual reposan una multiplicidad de artilugios punzantes y empezó a afilarla. El ruido metálico envolvía la sala de quirófano y se hacía más intenso a medida que el doctor avanzaba hacia el paciente. Los ojos del sujeto iban ensanchándose una y otra vez. Por su boca salía, o lo que podía permitirse salir, unos gemidos de pánico que se asemejaba más a un berrido que a algo propio de un ser humano.

Acaricié el cuello de la víctima con la cuchilla afilada. Todo estaba en un extraño silencio: “bom… bom… bombom…”, sólo se oía al acelerado corazón bombear y como este aumentaba el ritmo progresivamente a cada segundo que se demoraba lo inevitable.

Entonces empezó de nuevo. Realicé varios cortes limpios en cada una de las mejillas al mismo ritmo que el joven gemía de forma confusa, mezclándose (esta observación no es objetiva) el dolor con el placer. Y como al principio, la sangre brotó de nuevo, lentamente, hasta juntarse con las saladas lágrimas sobre unas húmedas y pálidas mejillas. Parecía un proceso cíclico: el mismo resultado.


–¿No te lo dije, no te lo advertí? –le pregunté–. No pongas esos ojos de cordero pues no soy tu pastor,  yo soy el dueño del matadero.















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