14/1/17

El duelo.


La noche se cernía sobre ellos. El viento de verano mecía la hierba alta. Refrescaba sus cuerpos agitados, extasiados por el esfuerzo físico, cubiertos de la sangre de enemigos caídos. Se miraban a los ojos, la noche era el mejor escenario para aquel último envite. El samurai desenfundó su katana trazando un arco desde la vaina de esta hacía la derecha, dejando el arma perpendicular a su cadera, asiéndola con una mano. Después continuando con los movimientos lentos y casi rituales de su cuerpo en tensión, pasó a sostener la espada con ambas manos, encima de su cabeza.
Su contrincante dejó el rifle que llevaba tirado, y desenfundó también su espada, llevaba una katana también, pero al contrario de su contrincante, no era el fruto de una herencia familiar, un arma que había pasado de padres ha hijos desde la época feudal. Era un botín de guerra que le había arrebatado a otro samurai, antes de descerrajarlo de un tiro y cortarle la coleta, llevándose arma y mechón como botín de guerra como trofeo.
Aún así a pesar de ser sólo un botín, sabía esgrimir aquel arma. Desde niño había aprendido a usarla, en un dojo, y no era un mal espadachín. Aunque aquella revolución acabaría con la necesidad de saber manejar katanas, al igual que estaba acabando con la necesidad de la clase samurai.
Asió la katana también, delante suyo, con ambas manos, una en el principio de la empuñadura y otra en el final, casi en el pomo.


El samurai fue corriendo con su arma en ristre mientras soltaba un grito de guerra, hacía su enemigo. El revolucionario acudió a su encuentro corriendo también, las espadas chocaron, el revolucionario paró el golpe con su espada plana. Pues el filo de las katanas era tan delgado que incluso para golpes con él, lo desgastaría y mellaría la espada. Eso convertía la katana en un arma que necesitaba de mucha disciplina para ser manejada y a la vez muy peligrosa, por su increíble filo.
Los espadachines retrocedieron de un salto, poniendo distancia entre ambos, sus cuerpos adoptaron de nuevo la postura de combate, en tensión y sus miradas se volvieron a encontrar. La brisa sopló, acariciando sus cuerpos, sus músculos completamente endurecidos y listos para saltar. La hierba alta se movía con delicadeza y con elegancia, cuando las ráfagas de viento paraban, volvía a posición natural. Como si una danza entre el viento y la naturaleza tuviera lugar, mientras a su vez y de otra forma distinta, mortal, peligrosa, pero con igual gracia, los espadachines danzaban, se batían, se enfrentaban.
El samurai comienzo a andar hacía la derecha, mientras el revolucionario, imitó su ejemplo y emprendió el paso hacía su derecha también, ambos rotaron, trazando una circunferencia perfecta, manteniéndose uno paralelo al otro. De repente a la vez prácticamente, los dos cambiaron la dirección, girando a la izquierda, y la rotación por consiguiente, cambió su sentido. No eludían el combate, estudiaban a su enemigo, observaban su postura, su forma de andar, su mirada, su respiración.
El ojo clínico de un auténtico guerrero, podía leer en esos gestos, en ese lenguaje corporal, los puntos débiles y los puntos fuertes de su enemigo.
De nuevo, sin previo aviso los espadachines se lanzaron a por el otro, a por su enemigo, los aceros chocaron, una, dos, tres veces, certeros ataques iban y venían, pero eran esquivados, detenidos o desviados con maestría. Los espadachines se separaron de nuevo.
De nuevo se estudiaron, volvieron a sus posiciones de combate, hasta que la tensión de sus cuerpos, preparados para un nuevo envite, era tanta como la tensión que había en el lugar, a punto de estallar.
Sin embargo la naturaleza, el mundo seguía fluyendo a pesar de ellos, de su enfrentamiento, su duelo, y su guerra. El viento seguía soplando de forma suave y armónica, un cielo estrellado cubría la tierra, era sitio y lugar para tumbarse y sentirse en paz con el mundo, no para enfrentarse.
El samurai rugió de nuevo y fue corriendo hacía su contrincante, este le esperó, listo para el ataque, cuando estaban a menos de un metro, el samurai descargó su golpe que fue desviado por el revolucionario, y pasando de largo en su carrera el samurai se alejó de nuevo de su contrincante, para tras pasar un par de metros o tres volverse, y no dar la espalda como un idiota.
La posición de ataque del samurai cambió ahora, su piernas se arquearon, y se puso de lado, respecto a su contrincante, su katana, asida por sus dos manos pasó a estar encima de su cabeza, pero esta vez como apuntando hacía su enemigo, como preparada para saltar en forma de estocada y empalar a su enemigo.
Un deseo de victoria agitaba el pecho del samurai, a pesar de que esa contienda pareciera ya perdida, en ella se jugaba el estilo de vida para el cual se había criado y adiestrado, si perdían aquella guerra, perderían sus tradiciones, sus costumbres, su honor. El camino del bushido sería olvidado, todos los valores arrojados al fuego de la revolución. Sus principios. Toda su vida, su forma de vida, su manera de vivir, su futuro, arruinados. Para él, aquel cambio que pretendían llevar a Japón, suponía la muerte, la ejecución de la esencia de Japón, suponía el camino de la deshonra, clavar un tanto en el corazón de su patria, de su isla. No luchaba por su vida, por sus derechos, luchaba por su honor, luchaba por el honor de su país.
El samurai emprendió la carrera de nuevo hacía su enemigo, tras estas rápidas cavilaciones, su espada saltó, cuando estuvo a la distancia adecuada de su enemigo, de sus manos, en forma de estocada hacía el pecho de su contrincante. Pero cuando este interpuso con una cinta su espada, para desviar el golpe, la estocada, resultó ser un amago y la espada giró en forma de tajo, que rotuló una línea de sangre en el revolucionario, en el vientre de este. En cuanto sintió el desgarro, saltó hacía atrás y al apoyar la palma de su mano en la herida y notar la humedad sanguinolenta, supo de la gravedad de la herida.
De nuevo los contendientes chocaron y los golpes fueron y vinieron, siendo desviados, parados o esquivados, como si se tratase de una cuidadosa coreografía, de una perfecta danza, ambos se batían, con una gracia y habilidad infinitas, con movimientos calculados al milímetro. O al menos así lo parecía. Dos rivales, dos espadachines, igual de entrenados, de preparados, seguramente, los más poderosos y habilidosos de Japón. Allí estaban en un prado, en medio de la noche. Batiéndose.
Finalmente una estocada del revolucionario acarició la mejilla del samurai dejando un hilo de sangre y una gran brecha que en seguida empezó a manar de forma incontenible.
Los rivales se separaron de nuevo, el samurai se pasó los dedos por la herida al igual que hubiera hecho su enemigo anteriormente y de nuevo volvió a asir su espada. Estaban demasiado equilibrados, esa lucha duraría horas. Y parecía demasiado difícil que saliera un ganador, mientras que el samurai tenía un estilo más agresivo y ofensivo, más rápido y más contundente el revolucionario tenía un estilo más defensivo, más calculado y estratégico, más estático y posicional.
El samurai decidió acabar con aquella contienda de una vez por todas. Se lanzó en carrera a por su enemigo. Este le imitó y ambos corrieron hacía su contrincante con las armas en ristre, preparadas para soltar un golpe, cuando estuvieron el uno al lado del otro, a la misma altura, cara a cara, un rápido movimiento de las espadas tuvo lugar, demasiado rápido para ser apreciable por la retina humana, e instantes después estaban cada uno a unos tres metros del otro. Detenidos, nada más soltar su descarga en un rápido movimiento, frenaron, derrapando sobre el suelo del prado. Ambos continuaban en la postura de combate que tenían en el momento en el que frenaron de golpe su carrera. Dándose la espalda, con unos tres metros de hierba separándolos, mientras ellos se encontraban completamente detenidos. De repente, el sonido del viento acariciando la hierba se vio interrumpido por un tosido y el sonido de sangre vertiéndose sobre el suelo, el revolucionario tosió otra vez y escupió más sangre, su cuerpo tambaleó, sus manos temblaron y su espada se escurrió de ellas cayendo en el suelo y clavándose en este. Finalmente las fuerzas le abandonaron y cayó al suelo, muerto.
Tras oír esto, el samurai expiró el aire que aún se acumulaba en su pulmones. El también estaba herido de muerte. Su respiración era calmada y regular. Limpió la sangre de la hoja de su katana y después con un rápido movimiento, lleno de gracilidad la envainó. No pudo evitar sentir lastima por la muerte de su contrario. Era un gran espadachín, hubiera sido muy digno de haber sido un samurai de haber nacido en otras circunstancias.

El samurai sacó su katana, con la vaina, se arrodilló y la dejó en el suelo, perpendicular a él, delante de sus rodillas, de forma ritual, sus labios soltaron una rápida oración por su alma y por la de su digno contrincante, caído. Era el final, el tiempo de los samuráis había pasado, y ahora el suyo también. Sólo le quedaba morir con honor. Tras dejar la katana delante suyo, sacó su wakizashi de la vaina. Esa noche usaría las dos piezas de su daysho. Respiró profundamente, preparándose para lo que venía, quedando en paz, para el seppuku. Era el momento de culminar su honor, localizó con una manó la zona baja e su vientre, y tras calcularlo, introdujo de forma rápida su espada corta en su cuerpo. Realizó un corte hacía la izquierda y luego, tras devolver la hoja a la posición por la que había entrado, realizó un nuevo corte hacía arriba, la sangre manó y no fue lo único que salió por la herida ritual, el dolor duraría horas, pero seguramente el se desmayaría antes, caería hacía adelante, y aunque de forma horrible, su suicidio quedaría consumado. Así es como debía morir un auténtico samurai.

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