Huyendo de mi propio ser, allí donde siempre había conseguido
encontrar la paz, me lancé, con mi mochila, con cuanto había
aprendido de niño del monte y dispuesto a no pensar en el pasado y
hacer como si éste nunca hubiera tenido lugar.
Las personas tenemos una forma extraña de vivir. Una especie de
desconexión voluntaria y a menudo forzada de cuanto nos hace bien. Y
da igual que seamos conscientes de ello. No servirá para que cambien
las cosas, para que actuemos de otra manera, no aprendemos de
nuestros errores, no siempre. No corregimos nuestros malos hábitos,
no siempre. No hacemos lo que nos conviene, no siempre.
Mientras mis botas pisaban el suelo recubierto de agujas de pino,
rodeado de árboles centenarios, respirando un aire privado de todo
deje de contaminación, puro, limpio y casi fuerte al principio, a
unas fosas nasales mal acostumbradas a un aire viciado y envenenado
de las grandes urbes de nuestra amada era moderna, mi menta cavilaba
en estas apreciaciones.
Cuando era niño nací en una gran casa en medio de la montaña. Mi
madre era una mujer buena y cariñosa. Alegre, simpática. Y con una
sonrisa tan grande que cubría el dolor que le provocaba no poder
desterrar los fantasmas de mi padre. Mi padre, en su memoria, pues
era honesto y brutalmente sincero en cuanto a sus propios defectos y
fallos atañía, diré que era un hombre que se comportaba como tal,
que nos cuidaba. Un hombre que se esforzaba por hacer lo que había
que hacer, por hacer lo que un buen marido debía hacer y lo que un
buen padre debía hacer. Pero en honor a su memoria no diré que era
un buen hombre. Pues el no se consideraba tal y nunca fue amigo de
recibir cualquier cosa de cumplido, hacía lo que creía que debía
hacer y nunca jamás consideraba que aquello que hacía fuera digno
de premio, como no lo era el comer o el respirar puesto que eran
cosas necesarias.
Mi padre me enseñó a grandes rasgos dos cosas. A ser curioso y a
sobrevivir. Por ende me enseñó a pensar, a leer y escribir, a
aprender, a ser fuerte, a tener carácter, a ser honrado, a ser
honesto y a ser fuerte. Sólo dos cosas, dos cosas que me sirvieron
para aprender un ciento más. Mi madre me enseñó a sentir. A no
engañarme a mi mismo, me enseñó a reír, a llorar a emocionarme.
Recuerdo que todo lo que se del monte me lo enseñó mi padre. Hasta
que este se convirtió en una más de las habitaciones de mi hogar.
Me enseñó hasta a cazar, aunque lo odiaba, puesto que pensaba que
había demasiados cazadores que no necesitaban y por lo tanto no
debían cazar. Yo no olvidé lo que me enseñó y esperé no estar
nunca en la situación en la que necesitara ponerlo en práctica. Con
mi madre vi el primer animal salvaje de mi vida. Un lobo, quise
acercarme y ella me agarró, si lo intentaba huiría, y yo no tenía
porque molestar a un animal tan noble. Lo miramos y aprendí mucho
ese día, un respeto que hasta hoy para mi orgullo no he dejado de
procesar a cuanto me rodea.
Mi padre me educaba, pasaba algunas jornadas fuera de casa,
trabajando en algo que nunca me quiso decir, y que servía para
sustentarnos. Mi madre nunca dejó que se viera sus sufrimiento
cuando él se iba ha hacer algo que alimentaba esos fantasmas. Era
tan fuerte como mi padre.
Mis padres eran grandes y eran fuertes. Todo lo que soy se lo debo a
ellos. Me enseñaron lo necesario para poder ser un buen hombre, algo
difícil en los tiempos que corren. Y lo necesario para no olvidar
mis raíces, de donde vengo y por lo tanto por lo que tengo que
velar. Hoy día los hombres y las mujeres han olvidado eso, lo
consideran absurdo, y como decía antes viven desconectados de ello.
A cualquiera le resulta absurdo pensar que provenimos de la
naturaleza, que somos un elemento más de ella, lo olvidan y eso le
lleva a esta condenada raza a trasgredirla y perjudicarla. A alejarse
todo lo posible de la misma. A respirar oxigeno putrefacto y consumir
comida envenenada. A usar objetos malditos que enseguida se
convertirán en basura contaminante. Es algo tan antinatural que es
nauseabundo. A mi me enseñaron a no ser así, así de ingenuo, así
de cobarde. A tener el valor de reconocer mis errores y lo que hacía
mal para corregirlo. Sin embargo aquí estoy, sentado en unas rocas y
viendo toda la sierra como mi fortaleza inexpugnable donde poder huir
y encontrar refugio.
A veces me preguntaba que era esa carga que mi padre portaba. A veces
pensaba que era cobardía lo que le llevaba a ocultarla. A
esconderla, a no hablar nunca de ello. Ni siquiera mi madre lo sabía,
y era tan fuerte que si no hubiera sido por una vez en la que vi ese
dolor en sus ojos, no hubiera conocido el sufrimiento al no poder
ayudar a mi padre. Sólo una vez flaqueó desde que la conocí. Mi
padre no flaqueó nunca. Nunca dejó que esa carga levantara ni
siquiera una sombra contra su mujer y su hijo. Con el tiempo entendí
que no era cobardía. Simplemente quería protegernos de algo que le
causaba tantísimas vergüenza y tantísimo sufrimiento, que no podía
dejar que nadie lo sintiera ni siquiera, y así lo hice, nunca supe
que era lo que mi padre cargaba. Y si no hubiera sido por una
casualidad ni siquiera hubiera sabido que mi madre sufría por no
poder ayudar a mi padre en esa ardua tarea. Eran muy fuertes. Mi
padre nunca flaqueo, y mi madre una vez, pero nunca faltó en ella
simpatía, cariño, buen humor y sonrisas.
Sé que eso fue lo que enamoró a mis padres. Lo que hizo que se
encontraran. Mi padre debió ser un tipo muy divertido antes de que
aquello entrara en su vida. Fuerte, honesto, responsable y
jodidamente loco de atar. Sus amigos lo recordaban como alguien con
quien era imposible no reír. Con quien era imposible estar de mal
humor. Era divertido hasta parecer loco. Esa clase de humor que sólo
los muy cuerdos pueden evocar. Eso fue lo que hizo que mis padres se
encontraran antes de que llegara esa sombra. Después, no fue lo
mismo, mi padre tuvo que dar prioridad a ser fuerte y a ser duro
antes que a ser divertido, pero fue tan fuerte que yo pude ver de vez
en cuando ese rasgo, lo suficiente para saber de primera mano y
comprender porque mi madre le quería tanto. Por mucho que pesara eso
que llevaba consigo, no dejó que le aplastara, no dejó que le
cambiara.
Con el tiempo conocí esa carga. Nunca por manos de mis progenitores,
sino porque cuando estos me dejaron, casi a la par yo busqué pues
siempre fui curioso y quise aprender y descubrir. Si mi padre no
hubiera sido tan concienzudamente crítico consigo mismo, si hubiera
sido menos duro o su escala moral hubiera sido tan flexible, quizás
eso no hubiera sido una carga. O no una tan grande. Pero mi padre no
era así. Y era la clase de personas que hacen falta para que ciertas
cosas vayan bien, si no hubiera sido así de crítico, no habría
sido tan honesto, tan duro y tan inquebrantable probablemente y no
hubiera hecho lo que era necesario para darle a mi generación un
futuro mas o menos seguro. Sin hombres como él, lo tendríamos bien
jodido. Sin embargo esa sombra no les impidió a mis padres ser uno
buenos padres y ser felices. Pese a todo, fueron más fuertes que lo
que intentará abalanzarse sobre ellos y le robaron a la vida la
felicidad que sólo los más decididos tienen el valor de coger.
Todo lo que soy se lo debo a ellos. Allí donde he llegado ha sido
gracias a las herramientas que me dieron para enfrentar al mundo. Sin
embargo aquí estoy, buscando paz donde nunca me faltó. Recostado
contra un roble, mirando a un lago. El roble tendrá más de un
centenario, unos dos metros de circunferencia en el tronco y una
sombra que cubre y llena de paz a todo el que quiera acercarse. La
hierba en ésta zona siempre está rasa, imagino que porque los
animales les gusta venir a pastar mientras aprovechan para beber del
lago.
El lago no es demasiado grande. En su zona más profunda quizá
llegue a los tres metros. Es fruto de alguna corriente subterránea,
y su agua por algún motivo se mantiene cristalina. Es un lago de
montaña así que tiene algunas algas, y algunos insectos, como es
normal, pero no se encuentran en él mosquitos nunca, el agua no ésta
turbia, a no ser que como un buen dominguero te dediques a remover el
fondo y siempre ha sido potable y de un sabor excelente. Incluso se
le han atribuido propiedades curativas y casi místicas. Los ancianos
del lugar siempre han sido amigos de leyendas que durante un tiempo
consiguieron alejar al tipo de gente que viene poco por aquí, lo
suficiente para estropear aquello que tanto amamos algunos.
Estas montañas y cuanto se cobija en ellas, es un bien escaso en
estos tiempos, la belleza virgen que aquí reside es un bien muy
valioso pero que por culpa de como son mis congéneres, aún cuando
estos parecen por casualidad o magia no haber descubierto el sitio,
está en continuo peligro y amenaza a que esa realidad cambie y esto
se convierta en el objetivo de paletos recalificadores, furtivos,
domingueros o de otro tipo cualquiera igual de peligroso.
Apenas percibo, sumido en temores a perder éste paraíso que aún
sobrevive por una mano desconocida y poderosa, no percibo que alguien
se acerca a mí. Unos pensamientos que no me hacen más que recordar
de que huyo, por mucho que intento no pensar en el objeto directo de
mi exilio, me tienen tan ensimismado que hasta que no está a mi lado
su presencia. Entonces un brazo desde detrás mío pasa por mi
cuello, sobresaltándome y la otra mano desconocida se apoya en mi
cabeza.
Al instante noto una paz que no sentía de forma tan intensa desde
niño. Pierdo toda preocupación hacía quien sea que me abraza, pues
noto que esa es su intención y sólo tras unos instantes caigo en
que esos brazos delgados tienen un matiz verdoso en la suave piel que
los compone. La calidez de la mano que me acaricia el cabello es tal,
que sencillamente me da igual ese curioso hecho. Y como si la paz y
tranquilidad que ahora emano, fuera una respuesta al primer contacto
el ser sale desde detrás mío y se sienta en mi regazo.
Veo unos ojos de color miel, casi dorados estudiando a los míos. Una
nariz chata y pequeña, con un toque encantador surge de una cara
llena de pecas con una piel suave y ese matiz verduzco. Unos labios
finos rematan una expresión que no es de felicidad, pero tampoco es
seria una expresión que parece medir cada uno de mis rasgos y de
detalles que alguien normal no podría ver simplemente mirándome.
Como si con ese estudio pudiera conocerme por completo, los ojos de
ese ente parecen cambiar su forma de mirarme, así como sonrieran,
pero si cambiar el encantador rostro. Entonces su boca se acerca a mi
oreja, su pelo castaño como la corteza del árbol que nos da sombra
acaricia mis mejillas y con un acento extraño pero calido y una voz
suave y melodiosa, me pide que le ayude a proteger aquello. Casi como
si mi huida no fuera una huida, sino un viaje hacía el alma del
lugar que vio nacer y ahora me pedía ayuda, sin pensar acepto.
Unas manos pequeñas y estilizadas quedan apoyadas sobre mi cuello,
mientras unos dedos largos juegan con mi cabello. Las largas piernas
de esa especie de dríada rodean mis caderas y entonces por fin
sonríe y quizá, como muestra de alegría, me besa. Acerca su cuerpo
al mío y entonces noto su calida piel, y el tacto de sus pechos
contra mi torso, no puedo evitar sonreír mientras me sigue besando,
envuelto en la extraña magia de esa ninfa aparecida como si saliera
de un sueño. Comprendo que mi deber esta claro y me siento
preparado, después de haberme sentido durante tanto tiempo confuso
en un medio, la ciudad, que no era ni nunca fue el mío, y consciente
de que he vuelto a donde hago falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario